Yamanote Line

Pablo Lores Kanto

Cuando va por la calle conduciendo su cuerpo sufre la sensación de estar como metido en el compartimento del conductor de un tren y hasta cree que sus ojos son como los ventanales de una locomotora. Será porque es maquinista y no admite otra forma de vida que no sea la de rodar con monótona precisión sintiendo el metálico retumbo de las ruedas sobre los durmientes.

Cada jornada de trabajo supone un recorrido diario de seiscientos cuarenta kilómetros; doce mil ochocientos al mes, es decir, ciento cincuenta y tres mil seiscientos kilómetros en un año, y como lleva más de veinte años conduciendo locomotoras, eso da una distancia recorrida de más de tres millones de kilómetros, lo que equivale a unos ocho viajes a la Luna. Por eso, en la calle, al andar, siente que todo discurre más despacio. Que caminar es una pérdida de tiempo. Si en vez de caminar pudiera rodar.

Usa un enorme reloj de bolsillo que le cabe en la palma de la mano. Con el minutero y el segundero atrapa la velocidad y las distancias, las pausas en las estaciones cuando los carromatos se detienen para abastecerse o descargar pasajeros. Le ha costado subordinarse a los imponderables que discurren fuera del sistema de ferrocarriles.

El universo ferroviario se basta así mismo. Es un organismo autosuficiente y casi perfecto. A diferencia de los hombres que no saben que camino seguir, el tren tiene el destino trazado por los durmientes. Tiene el camino hecho. A veces le vienen ideas raras. Le cuesta darle forma. Por ejemplo, se dice así mismo: sí estoy en el tren manejándolo pero a la vez estoy dentro de mí mismo manejándome y viéndome como conduzco el tren, entonces ¿quién es el conductor que está detrás de mí conduciéndome? Por eso, cuando camina por la calle lo hace como si le faltara el tren.

También se le ocurre pensar que el sistema ferroviario funciona como una orquesta sinfónica. Donde cada tren es un instrumento unido y vinculado por la partitura que entra en movimiento con la batuta del director de la orquesta. Basta un leve error, que una nota se atrase o entre a destiempo para que colisionen corchetes, fusas, negritas y semi fusas... una catástrofe musical que en el caso de los trenes sería toda una tragedia.

El paisaje citadino pasa y se esfuma por las ventanas del tren. Pasa y se esfuma. Pero él permanece en la cabina, en su butaca de conductor. Allí, sentado, va controlando la velocidad, acelerando y desacelerando en los cruces.

Le gusta cavilar sobre el oficio que acaba de perder. De maquinista ha pasado a ser ex maquinista. Ahora viste de civil y no el uniforme gris de corte militar de la compañía. Aún conserva la placa que utilizaba en la solapa del uniforme con su nombre escrito: Kawashima Masahito, conductor. Ahora es tan solo un individuo condenado a la rutina del pasajero que sube y baja en cada estación. La compañía JR de ferrocarriles le despidió por problemas de salud. Todo iba muy bien hasta que su vida se descarriló una mañana tras un fatal accidente en una de las estaciones de Yamanote Line que circunda la ciudad de Tokio. Él conducía cuando de repente una sombra se arrojó sobre la vía y los dieciséis vagones pasaron por encima del desconocido. Las ruedas del tren mutilaron el cuerpo del suicida. El accidente le impacto de tal manera que prefirió no ver el cadáver. Después de ser interrogado por la policía, sus amigos trataron de apaciguarlo y esa noche, después de completar sus turnos, fueron a beber sake con él para que olvidara el incidente. Pero, desde ese día, ni todo el sake del mundo pudo embriagar ese recuerdo.

En ese ínterin va recordando su pasado, como se hizo oficial de ferrocarriles, como conoció a la pasajera que más tarde sería su esposa. Una mujer puntual que siempre abordaba el mismo vagón en la plataforma número Dos de la estación de Tamachi. Fue un novio dichoso el día de su matrimonio y un hombre abatido el día de su divorcio. Tuvieron un hijo. Un chico que creció en un hogar desdichado. El universo ferroviario fue lo único perfecto y sincronizado que dio sentido a su vida. Fuera de los trenes es tan solo una sombra.

Así, pues, mientras nos vamos enterando de lo que le pasa, descubrimos que él va por la calle conduciendo su cuerpo como si de un ferrocarril se tratara. Va en dirección del hospital imitando el ruido que produce las ruedas sobre los durmientes. Todas las tardes a las cuatro charla amenamente con del doctor Abe que es psiquiatra. Solo entonces nos enteramos que el que se lanzó a las vías era su hijo.


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* Derechos de autor del autor. Publicado en Ficticia con permiso del autor, el: 23/Dic/04