Próximo Domingo

A QUETA,
quien de muchas maneras lo hizo posible.

Óscar Cossío

"Amanecí con los sentimientos boca abajo" fue el primer pensamiento, no realmente pensamiento, sino una vaga sensación, de Francisco. Un vacío en la boca del estómago. Buenas razones para que sus sentimientos anden boca abajo La Abeja. Fábrica de hilados y tejidos pasa por una de sus peores épocas; la maquinaria es muy vieja, de eso hasta él se da cuenta. Su tarea, lo que le corresponde, es atender a La Rejega, su máquina. No realmente suya, claro, por supuesto que pertenece a la compañía, y no es realmente ‘rejega’, el apodo se lo puso por los trabajos que le dio al principio, de eso hace muchos años, cuando lo habían puesto a atenderla.

Desde entonces le tomó cariño. ¡Y cómo no!, si desde que entró a La Abeja, limpiando pisos y excusados, era su sueño llegar a operador de una de las máquinas. Fregó y limpió con dedicación y cuidado y siempre trató de aprender y de dar "una manita" cuando alguno de los operadores le pedía ayudara a reparar una de ellas, o a sustituirlo mientras iba al baño o a fumar; cosa prohibida en el cuarto de máquinas.

Ahora las cosas no marchan. Bueno, si marchan; de maneras inesperadas y dañinas. Marchan para atrás, como si dijéramos. La Abeja pierde dinero. Eso está claro. No importa cuánto quiera a la ‘rejega’ cuánto la aceite y pula , cuánto la cuide y reparare en caso de necesidad, cosa frecuente, no puede negarse que su máquina es vieja, como todas las otras de la fábrica. No pueden competir. Él mismo compra ropa hecha en el extranjero, lo mismo sucede con el resto de sus compañeros. ¡Claro! es más barata. Ropa con tela de otros telares, venidas de muy lejos, que le quitan clientes, no solamente a La Abeja, sino a todas las fábricas de la región.

"Amanecí con los sentimientos boca abajo", volvió a pensar. Su trabajo estaba en peligro. Después de tantos años podían despedirlo y quedar, como quien dice, en la calle. Ninguna fábrica estaba contratando, y él no sabe hacer otra cosa. El vació en la boca del estómago se hizo más amargo.

Se levantó y lavó la cara con la esperanza de que el agua fría ayudara a calmar las mariposas revoloteando en el estómago. De bien poco sirvió. -¡Se te enfría el café!, llama Ubalda desde la cocina. -¡Ya voy, mujer, ya voy!, contesta, forzando la voz para que no saliera quejumbrosa. Ni para que darle más penas. Desde que se habían arrejuntado, muchísimo tiempo atrás, ella fue su buen apoyo, firme y confiable. Se secó apresuradamente las manos y se sentó, dócilmente, a la mesa.

-¿Te traigo unos huevos con chilito?

-No tengo hambre, pero ponlos en un itacate, luego me los almuerzo.

-Tampoco cenaste anoche. ¿Pues qué, estás enfermo?

-No tengo nada, ¡qué no puedo no tener hambre!, gruñó.

-Está bien. Como quieras. Y los dos dan vueltas al asunto que les preocupa. Dan vueltas como quien le saca al cuerpo al toro, para no herirse, pero, sobre todo, para no herir al otro. -Toro y torero mudando de piel-. Disimulando. Ella se sienta a su lado, cambiando de plática, sacándole el cuerpo al toro.

-Ernestina sacó 9.5 de promedio en las pruebas, pero Lucinda apenas un 6.5, y eso creo que fue porque el maestro se compadeció de ella-. Después de años de vivir juntos no habían podido tener hijos. Y no es que no hicieran la lucha. Aunque Francisco casi siempre llega cansado de la fábrica, pero con gusto cumple con sus obligaciones, como buen gallo, a su hembra. Aun así pasaban los años pares, los que, les aseguró una vecina, no son propicios para preñar a la hembra, (cosa difícil de creer, pues veía nacer niños por todos lados, sin importar el año) y también los nones -¡esos sí debían ser los buenos!- y de todas maneras ¡Nada! Francisco pensaba, sin decirlo, que Ubalda sería yerma. Y, claro, ella pensaba que los testículos de él estarían secos, aunque bien sentía sus jugos derramarse dentro de ella, llenándola de una sabrosa tibieza. También ella lo calla. Hay que sacarle el cuerpo al toro. No herirse ni herir al compañero.

SEGUNDO TIEMPO

Ella tomó menjurjes amargos, masticó raíces, hizo todo lo que le aconsejaron parientes y amigas, visitó la yerbera, conocida por estos andurriales como La Bruja Santa aspiró profundo los huevos apestosos que ella sopló en su cara, eso y muchas otras cosas, todo para darse el gusto e tener un hijo, de sentirse hembra completa, de sentir el peso en su vientre el peso creciendo día con día, hora a hora. De amamantar. Tener otro calorcito junto a ella, diferente al que le daba su hombre, un calor más tierno, desamparado y necesitado de caricias. Ser hembra completa.

Él también. Comió huevos crudos, recién puestos por la gallina. Ostiones, aunque para nada le gustan, pero se aguantó y los comió por docenas. Probó tónicos y medicinas, intentó todo lo que oyó en las pláticas de sus compañeros y camaradas. No es que pregunte -no le gusta hablar de eso-, pero esas cosas frecuentemente salen a relucir, sobre todo entre los más jóvenes y gallitos del grupo, los que presumen de sus proezas y de los hijos que van regando por ahí, hijos que no reconocen ni cuidan, hijos que él, Francisco, desea para sí, no todos, por supuesto. Con uno le basta.

De repente La Lotería. El frijolito cayó en El que le cantó a San Pedro, la mera que necesitaba para llenar su cartilla y cantar ¡Lotería! La flecha dio en el blanco, el lugar preciso. Ubalda perdió un período -ella, siempre tan puntual-, luego dos. Empezaron los mareos y vómitos, y el vientre a crecer, a hincharse como tierra fértil y bien sembrada. ¡Ya ninguna duda! Claro y franco embarazo.

También la alegría la disimularon un poco, como para quitarle importancia a penas pasadas. Él deseaba un machito, con la idea de que las hembras sufren más, que el hombre puede hacer cosas importantes y mejores. Pero no importa. ¡Lo que venga es bueno! Lo que vino fue sorpresa. Dos pájaros de un tiro. Gemelitas, dos, hermosas como soles. Francisco se convenció, sin muchos trabajos, que sí, lo que él siempre quiso era una niña, y mucho mejor si eran dos. Le siguió haciendo la lucha. A ver sin la siguiente era un varón. Pero la flecha ya no dio en el blanco. No importa, Ernestina y Lucinda eran su satisfacción, el sentido de su vida.

Para Ubalda ni se diga. ¡Qué gusto de amamantarlas al mismo tiempo; cada una pegada a uno de sus pezones, bebiendo vida y poniéndose cada vez más bonitas! El gozo, casi vergonzante de que le chupen las tetas, de sentir sus boquitas ávidas mamando. Eso cuando eran chilpayates. Ahora ya crecieron y hasta el pensamiento mismo, las ganas de amamantarlas, cosa que a veces pasa por su sangre -¿por su corazón? , le parece indecorosa y la borra tan de inmediato como puede. Rechaza la idea para que no le perturbe más. Pero del cariño, del amor, de eso sí no se avergüenza. Cierto que, aunque gemelas, son muy diferentes; no tanto físicamente, ambas hermosas -¿de dónde les habrá salido?, Francisco tiene muchas cualidades, pero no la de ser guapo; y ella menos todavía. No importa, el hecho es que ambas son hermosas. Y no es que lo diga ella. Todos lo comentan. No sólo por halagar, una cortesía sin sustancia. No. Es claro en las miradas y tono de voz que la gente usa para dirigirse a ellas, y aun para hablar de ellas, sus hermosas gemelas, Ernestina y Lucinda. Físicamente muy parecidas, pero de carácter tan diferente. Ernestina, estudiosa, siempre dispuesta a ayudar, ordenada en sus cosas y un tanto retraída, pareja de genio, limpia, casi en exceso, no sólo en su persona, sino a su alrededor. Y Lucinda -¡Ah, Lucinda!, despreocupada, alegre, (casi siempre alegre, pues sus tristezas y enojos también parecen desproporcionados, aunque pronto pasan y vuelve a su estado normal de alegría), sin prestar mucha atención al estudio; amiguera, descuidada, casi sucia, pero no en su apariencia, pues siempre gusta de ser arreglada, casi coqueta. Sin embargo las dos sus hijas, las que quisiera tener siempre a su lado, tocarlas, abrazarlas, sentirlas, -estarlas sobando. Bueno, eso no es posible, pero sí que le gustaría. Por lo pronto hay que ir al grano, a las labores de la mañana.

-Lucinda, ¿Qué haces, muchacha?

-Ya voy, mamá. Estoy terminando la tarea.

-Apúrate, no te va a dar tiempo de desayunar.

-No importa. Me como un pan en el camino.

Y de nuevo se le revolvieron los sentimientos a Francisco, de nuevo se le pusieron boca abajo. Aunque mujeres quería darles una buena educación. Se da cuenta, aunque no muy claramente, que la única forma que tienen de salir adelante en su vida, de escapar a las pinzas de la pobreza, es educándolas. Más fácil decir que hacer. Cierto que ahora la escuela es gratuita, y hasta los libros se los dan sin costo. Pronto eso se acabará. La mayoría de los compañeros de la fábrica, de sus vecinos y amigos, a duras penas permiten que sus hijos terminen la primaria, pronto hay que ponerlos a trabajar, a ganar dinero, por poco que sea, para ayudar a las necesidades más apremiantes, necesidades que no acaban nunca. Y si son hijas, con más razón. Al cabo que pronto encontrarán un hombre, ya sea casadas o arrejuntadas, para el caso es lo mismo, pues de todas maneras se irán de la casa, a padecer sus propias angustias y apreturas. Mientras, que dejen algo, que ayuden con algo.

No él. No Francisco. Él sueña que sus hijas se eduquen . Mejor que llegaran a tener una profesión. Así, si les toca un mal hombre, no necesitarían aguantarlo, como muchos casos de los que él era testigo. Mejor que sus hijas fueran independientes, y para eso necesitan enseñarse. Ahora sus sueños, con la situación de la fábrica, parecen cada vez más lejos. Así que de nuevo se le revolvieron los sentimientos. Se le pusieron boca abajo.

TERCER TIEMPO

Otro asunto le bulle en lo íntimo, de menos apremio, y, por lo mismo, para equilibrar la balanza y escapar a su principal preocupación, al grueso platillo de la ansiedad por el trabajo, más bien, de quedarse sin trabajo, echa del otro lado, dándole más peso del que tiene, el otro asunto. Francisco ama la fiesta brava. Los toros son su pasión, su desahogo. Y la corrida del domingo anterior fue un completo desastre. Una mala tarde. El cartel no era malo, muy al contrario. Un mano a mano entre toreros triunfadores en grande en otras plazas, y buena ganadería. Y sin embargo... Le vacada resultó pesada y débil de remos, quedaba y mañosa, haciendo por el cuerpo, queriendo acabar pronto. Pero ese es uno de los encantos de los toros, nunca se sabe que va a ocurrir. Francisco, tan necesitado de algo que le levante el ánimo, que le enderece los sentimientos, y la corrida que fue un fracaso en todo. Ni siquiera el toro de regalo valió nada.

Al salir respiró profundo los aromas tan familiares y siempre tan gustados. Distinguió claramente el olor de sus gallinas, la tierra húmeda y revuelta, del par de cabras, del estiércol. Hasta el penetrante olor del cerdo, que a todos molesta, es, para él, agradable. Le huele a seguridad, a satisfacción, a "no hambre". Sabe que mientras tenga sus animales, otras penurias habrá, pero hambres no. Caminó un buen trecho por la sucia vereda, luego entre chozas y casuchas más o menos construidas, para llegar a la primera calle propiamente dicha. Y todavía más adelante, hasta la tienda Las Cinco Esquinas, con sus paredes pintadas de aceite de muchos colores: verde bandera, rosa mexicano, amarillo violento, que tanto le gustan y divierten. Ahí hay que tomar el primero, de tres, transportes hasta La Abeja, su fábrica. Por lo pronto su lugar de trabajo, su fábrica. ¡A saber por cuánto tiempo más!

Al pasar por una calle céntrica, con el rabillo del ojo, vio algo que le dio un vuelco al corazón, un cartel anunciando la corrida del próximo domingo. No lo podía creer. Demasiado bueno para ser verdad. ¡Pero, sí era cierto...! Siguió su camino con el corazón cada vez más desbocado.

Sabía que a un par de cuadras del sitio en el que transbordaba había un lugar en el que siempre pegan el anuncio de las corridas. El tiempo era ajustado para llegar a marcar su tarjeta. Pero tenía que salir de dudas. Corrió, corrió mucho hasta el cartel y ahí podo leerlo con gusto.

¡Formidable! El Jalpa. Más que buena figura, valiente, bien plantado, animoso de temperamento, de sangre caliente y corazón adelante, que no le cabía en el pecho. Así le gustaría ser a Francisco, y, muy en el fondo, así se siente ser. El mejor del mundo. O, por lo menos, uno de los mejores. Eso sin duda. Lee todo lo escrito sobre él en las secciones deportivas, en "La Parisina", peluquería de gente buena y sin mucho trabajo le prestaban el periódico, aunque fuera dos o tres días atrasado. ¡Y el próximo domingo se presenta aquí! Eso bastó para llenarlo de alegría. Se apresuró a su trabajo y apenas pudo marcar a tiempo su tarjeta. Toda otra preocupación se esfumó y ahora solamente deseaba que pase el tiempo hasta llegar el Domingo. Que pasara el tiempo pero también que se detuviera, pues el placer que sentía, expectativa, gustosa ansia, no pensar en otra cosa. No quería que pasara nunca. Así se debe sentir cuando se abren para uno las puertas del paraíso.

-El domingo nos vamos a los toros. Viene "El Jalpa". Fue su primera expresión al regresar a casa, luego de una alegre jornada de trabajo. Mucho tiempo hacía que no laboraba con tanto gusto. Ernestina, que estaba en su obligación, por ella misma impuesta de alimentar los animales, solamente pensó: ¡Otra vez! Seguro que Lucinda hará una muina. Ubalda, desde el brasero -¿De qué haré las tortas? Y luego de pensarlo un rato. ¡Será mejor llevar un portaviandas para hacer tacos!

Buen domingo para los toros. Para que luzca El Jalpa. De cielo alto y despejado. Sin vientos que estorben la muleta. Si una hoja caía, perezosa se mecía sobre sí misma, sólo su propio vaivén la saca de la plomada. Alegre y expectante Francisco encabezó la marcha familiar hacia la plaza. Todos vestidos con ropas domingueras, albas y almidonadas. Dos cervezas frías, su máximo dispendio, iban en el morral, para dar más alegría y sabor de fiesta a la tarde. Una casa, con fachada al oriente, en sombra que se alarga por minutos, de amplia escalinata, adornada con hermosos jarrones de piedra, sacados de las copas de la baraja, fuera de la plaza, pero tan cerca del palco de la autoridad y de la banda de música, era su lugar predilecto. Desde ahí se oían los olés con claridad, los instrumentos, especialmente la cristalina trompeta. Casi podía asegurar que desde ahí escuchaba los comentarios de los aficionados, que sentía las vibraciones que envolvían a la multitud, la pisada fuerte de los animales y el suave plantarse del torero, el cansado paso del caballo de pica, y hasta el caer de los sombreros en la arena arrojados por patrones entusiasmados. Esa tarde reventarían los claveles de la vehemencia torera. Se sentó con su familia, y se dispuso a disfrutar del arte de El Jalpa.


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* Derechos de autor del autor. Publicado en Ficticia con permiso del autor, el: 06/May/01