Cuento rojo pero muy cursi

Para Rodrigo Moya, viejito intransigente

Leo Mendoza

Ahora, muchos años después, los veo como si fueran Blanca Estela Pavón y Pedro Infante en Nosotros los pobres. Los imagino: cantando ella primero una estrofa; después él continuándola, hasta desembocar juntos, desentonados pero como mucho sentimiento, en aquello de "a hacer de la raza humana soviet internacional''.

Cuando me lo contaron por primera vez no lo creí. Estaba seguro que era una más de esas mentiras militantes con la que los padres nos iban forjando -como rezaba la estrofa de una de sus canciones favoritas, La joven guardia- en la admiración y en la doctrina, de otra manera no se entiende que mis hermanos y yo creciéramos escuchando las hazañas de los camaradas, que aprendiéramos adolescentes apenas a leer entre líneas la información de la "prensa burguesa" y a celebrar las victorias en otros países y los pequeños, muy pequeños triunfos de nuestra izquierda.

De cualquier forma, aquella historia era cierta. Lo supe después, oyendo hablar a sus amigos en esas reuniones de célula en que se discutía la política del Partido y la manera de hacer frente al entreguismo del gobierno, a la mano dura que a lo largo de los años que yo viví con ellos, se cerró muchas veces sobre sus esperanzas; en esas reuniones en las que se organizaban rifas y bailes, y también círculos de estudio y en las que, a la menor provocación, sacaban el viejo aparato de sonido, un Radson que también servía para vocear y hacer propaganda los sábados y domingos en los ejidos y las rancherías, y ponían lo mismo a los horrorosos coros del Ejército Ruso que el ritmo caribeño de Carlos Puebla y sus tradicionales.

Mi padre me había contado la historia más o menos completa: él estaba encerrado en la Cuarta Delegación de Policía, incomunicado, desde hacía una semana. Esas prisiones, se lo dijeron muchas veces los guardias que de tanto tenerlos ahí empezaron a convertirse en sus amigos, eran meramente preventivas: no existían ni cargos ni delitos que perseguir, pero los encerraban con la esperanza de desalentarlos o de que, por lo menos, en la siguiente manifestación no llegarán a ser tan revoltosos. Sólo había un tragaluz y a través de él pudo escuchar a los detenidos en algunas de las marchas de apoyo a los ferrocarrileros. Tal vez se sorprendió al escuchar voces femeninas pero al rato entabló un duelo de canciones con ellas. Mi madre era la que ponía más entusiasmo a la hora de entonar aquello de "el Ejército del Ebro, rumba, la rumba, la rumban, ban, una tarde el río cruzó...'' y desafinada y todo, como ella misma nos lo confesó en alguna de las cenas de aniversario del Partido, ya con media estocada de licor de cerezas en el cuerpo, le entraba con alma, vida y corazón para hacer oír, a todo pulmón, en aquel patio gris y delegacional, la letra de La Internacional. Así se conocieron y se amaron, de viva voz. La camarada Elsa pudo informar al Comité Central de la situación que vivía el camarada Pantoja y al poco rato éste fue liberado.

Claro que la historia apenas comenzaba, porque en un lapso muy breve los dos compañeros se casaron y por la iglesia ya que prefirieron soportar las burlas de sus compañeros de célula que los odios, maldiciones y desamores de mi abuela materna quien jamás aceptó el matrimonio por el civil como auténtico. En venganza, mi madre jamás llevó a bautizar a esos sus tres hijos que crecieron herejes y repitiendo la doctrina de San Lenin y San Valentín -Campa, por supuesto- y enfrascados en las discusiones teóricas en torno al capitalismo de Estado, al carácter de la revolución cubana y a la necesidad de llevar hasta sus últimas consecuencias la revolución democrático-burguesa de nuestra patria.

Fuimos hijos de triunfos, desesperanzas y reconciliaciones. Mi hermana, la menor, se llama Praga por Dubcek y la primavera y yo me llamo Yuri porque entre el santoral de mis padres también estaban Gagarin, Tereshkova y la perrita Laika, ejemplos vivos, dignos de toda emulación, del progreso existente en el país de los soviets y de los adelantos científicos del proletariado. Y para el hermano de enmedio, el de la generación sándwich, no había otro nombre que el de una telenovela tropical y tanguera: Ernesto Fidel Camilo, generales de los que hoy mi hermano pretende divorciarse.

Pero no todo era solidaridad, lucha y entrega, como nos lo hacían ver en las historias que de tarde en tarde nos contaban, en esas reuniones de base que se prolongaban casi hasta el amanecer. Las denuncias del terror estalinista resquebrajaron un poco la solidez del matrimonio y más que reclamar las miradas indiscretas hacia alguna secretaria del Partido o las escapadas y las ausencias bajo el pretexto del trabajo clandestino, los pleitos entre mis padres estuvieron marcados por la diferencias ideológicas. El Eurocomunismo y Gorbachov los enfrentaron definitivamente pero antes había sido Hungría, Nikita Kruschev, el Muro de Berlín, el 68, la participación electoral, la invasión soviética a Afganistán, China y su relación con los Estados Unidos, Vietnam y su relación con China, Kampuchea y su relación con Vietnam, la URSS y su relación con China, Albania y su relación con todo el Este, Yugoslavia y su relación con la URSS y, sobre todo, la persecución contra los disidentes en todos los países del bloque -especialmente en la Unión Soviética y Cuba-, cosa que mi madre, médico al fin, jamas aceptó ni siquiera bajo el pretexto de que era un mal necesario para la construcción de la nueva sociedad.

Por supuesto que a la separación también contribuimos nosotros: mi hermano, con todo y su nombre, vivió, apenas adolescente, una crisis religiosa que no sólo lo llevó a bautizarse sino a efectuar, en el mismo viaje, su primera comunión y a punto estuvo de entrar en el seminario, lo que hubiera hecho de no ser porque en el camino se tropezó con una catequista de base que lo convenció de amores y terminaron yéndose a dirigir juntos un dispensario en la Sierra Tarahumara, no sin antes prometer que se cambiaría el nombre, enredo legal en el que hoy se encuentra metido.

A mi hermana nunca le interesaron demasiado las cosas del Partido. En la Universidad descubrió que su camino era la ciencia y aun cuando se vio tentada por algunos vientos anarquistas, terminó por irse a buscar un posgrado en los Estados Unidos, acto que escandalizó a mi padre y provocó la complicidad nada disimulada de mi madre que creía, firmemente, en la decisión individual y en la democracia.

Yo no fui la excepción. Aun cuando me hice miembro del Partido desde muy joven y creía a pie juntillas en las virtudes de la militancia, encontré en mis amores la perdición, vamos, mi Waterloo ideológico. Con la reprobación evidente de mis padres perseguí a una trotskista hasta que conseguí hacerla mi chava y por un tiempo me mantuve en la corriente crítica al estanjovismo. Poco después mi interés político se inclinó hacia las redondeces del Ana-rquismo y Bakunin se convirtió en mi profeta. Vamos, hasta coquetee con la hija de un priísta distinguido y varias veces busqué la unidad de acción con algunas damas reaccionarias de buen ver y mejor entendimiento. Huelga decir que muy pronto fui expulsado del Partido, pero que volví años después cuando éste ya había perdido el escudo de la hoz y del martillo y yo había sentado cabeza.

No sé si aquella expulsión, decretada en el pleno de la célula Angela Davis, que yo acepté con orgullo, sintiéndome un artista incomprendido, algo así como un Diego Rivera, significó un golpe mortal para mis padres, pero de cualquier manera, en 1979 ellos se separaron, aun cuando siguieron fieles a sus viejas canciones, jamás renunciaron a sus esperanzas y menos aún a la entrega al trabajo partidista que continúan realizando.

Y hoy, cuando los veo marchar bajo otros soles, del brazo de sus actuales compañeros -así nos los presentaron, serios y circunspectos y hasta algo avergonzados: "mi compañero", "mi compañera"-, en el momento de agitar el puño, de gritar las nuevas consignas, con el pelo blanco y el corazón bien colorado, me los imagino como si fueran Pedro Infante y Blanca Estela Pavón en la versión de Petatiux de una de aquellas historias de comunistas a las que el cine soviético nos acostumbró, cantando juntos, a todo pulmón, desafinados pero con muchas ganas aquello de "a la lucha proletarios, al combate final..." y por un momento tengo la certeza de que su historia de amor no ha terminado.


Otro cuento de: Cárcel    Otro cuento de: Presos Políticos  
Otro cuento del Mismo Autor   
 Sobre Leo Mendoza    Envíale e-mail
 Índice de temasÍndice por autoresEl PortalLo Nuevo
 MapaÍndices AntologíaComunidadParticipa

 

 

* Derechos de autor del autor. Publicado en Ficticia con permiso del autor, el: 06/Ene/00