Entre sombras
Rodrigo Visuet
Los invitados entraban por un pasillo cubierto de enredaderas. Navegaban con bandera de gala. Las damas no escondían los escotes. Sombreros de copa y bastones salieron de los guardarropas para lo que sería una noche inolvidable. El pasillo estaba alumbrado por pequeñas antorchas que, a sus pies, eran adornadas por exóticos arreglos florales. El pasillo atravesaba toda la mansión. El fuego embellecía los corredores. Al final, un jardín. Un majestuoso espacio al fondo de la mansión. Espadas y armaduras medievales lo adornaban. Elegantes mesas y hermosos manteles vestían la velada. Tres veladoras en cada una de las mesas, de distintos tamaños y formas, todas ellas de un exquisito aroma.
Un ensamble musical y vino acompañaron la cena.
La champaña hacía un rapidísimo recorrido de la caja a la mesa a la copa al paladar, luego la botella vacía, en una caja al rincón del jardín.
El anfitrión estaba sentado en una mesa, muy pequeña, sin compañía, sólo disfrutaba viendo a sus invitados. Algunas veces hacía una señal a un mozo con la mano, éste llegaba corriendo y obedecía cualquier tipo de orden.
Los músicos iniciaron el maratón de valses.
Las parejas se levantaban a bailar, a flotar al compás de la música, el anfitrión creía que lo observado era hermoso, aquel espectáculo lo hacía sentir, que él también bailaba por dentro. Era la hora indicada de tomarse un par de copas. Hizo una seña al mozo, éste llegó corriendo. Se acercó al oído del elegante caballero. Recibió la instrucción y no tardó mucho en llegar con una botella de vino, la descorchó y le sirvió una copa. El hombre que hizo la fiesta para halagar a sus amistades llevaba por nombre Maximiliano Cedros. Poco a poco bebió su vino, hasta que no quedaba más en la botella.
La luz de las velas emitían una iluminación cada vez más débil.
Maximiliano Cedros ordenó al mozo que en cada esquina del jardín ardiera una antorcha. El mozo cumplió rápidamente la orden del Señor. El ambiente se iluminó por completo. Al señor Cedros le agradaba cuando sus decisiones resultaban acertadas.
Las horas pasaron. Las cajas de champaña se fueron amontonando al fondo del jardín. El anfitrión decidió bajar de su lugar. Al hacerlo, varias damas lo invitaron a bailar, sin embargo, esa era una actividad que se permitía pocas veces al año y esta no era una ocasión propicia (aun).
Era la hora indicada para sacar la sorpresa que le tenía a sus invitados. Le hizo una seña al mozo, pero no era una seña como las anteriores, era una seña peculiar. Maximiliano Cedros tomó el sombrero de copa con la mano izquierda, lo levanto e hizo un giro con él en el aire, después lo aterrizó en su bastón. El mozo al darse cuenta corrió a toda velocidad por todo el pasillo de antorchas. Entró a la casa, pasó las dos primeras salas de estar, abrió una puerta que lo llevó hasta la cava, ahí, a un lado de los vinos se hallaba una caja de gran tamaño. Con mucho esfuerzo se la acomodó en los hombros y regresó al jardín.
El mozo dejó la caja ante los pies de Maximiliano, el señor Cedros tomó la caja, la abrió. En su interior había una gran cantidad de máscaras, algunas muy bellas, otras extrañas. Algunas más grandes que otras.
Caminó y fue repartiendo las máscaras al azar, en poco menos de quince minutos toda la fiesta estaba enmascarada. El mozo se acercó a los hombres que estaban a cargo del sonido, les pidió que dijeran por el micrófono que todo el mundo debía llevar puesto su abrigo, por estorboso que fuera. Así sucedió.
La música ya no era de vals, ahora era una música mucho más fuerte, mucho más pasional, la gente empezó a bailar con todo el mundo, al terminar cada canción las parejas buscaban un nuevo rostro oculto.
El señor Maximiliano regresó a su posición. El mozo le llevó otra botella de vino. Las canciones iban y venían, las parejas cambiaron incontables veces. La botella de vino quedó completamente vacía.
Las personas empezaron a despedirse, poco a poco. Las parejas fueron abandonando el lugar, sin embargo, cada que una pareja salía del jardín, ocurría algo extraño: por cada invitado que abandonaba de la fiesta entraba al jardín una sombra. Entre los músicos hubo gran desconcierto. Los meseros no sabían de que manera podrían atender a la nueva concurrencia. El mozo se plantó en medio del jardín y levantó sus hombros como pidiendo una indicación al anfitrión. El señor Cedros se incorporó, desde su lugar pidió silencio a los músicos, levantó su sombrero de copa, hizo una reverencia.
¡Bienvenidos sean todos, esta fiesta no tiene fin!
Las sombras fueron tratadas de igual manera que los anteriores invitados, el mozo tuvo que correr a la cava a traer más vino, coñac y champaña. Los meseros recibieron la orden de ofrecer canapés y postre a las sombras. Pero ninguna de ellas quiso comer. El señor Maximiliano tomó la caja de máscaras en sus manos, bajó y repartió nuevamente las máscaras. Las sombras se pudieron distinguir, tan sólo un poco.
Las sombras bailaban, sus movimientos llevaban el color de la armonía. Parecía que algún maestro de títeres se encontraba realizando un gran acto circense. Las sombras se suspendían al ritmo de la música, que sufrió un cambió extraño, pues, a decir verdad, los músicos estaban verdaderamente aterrorizados. La música que salía de sus instrumentos sólo podía ser macabra, no era que ellos quisieran tocar esa clase de música, sin nombre ni género. Un impulso recorría la columna vertebral de cada uno de los músicos, y de la nada, una extraña melodía acompañaba el baile de las sombras.
El señor Maximiliano nunca había estado tan feliz y satisfecho con una de sus fiestas. No sabía lo que estaba pasando, pero le gustaba. Las sombras continuaron bailando hasta las cuatro de la madrugada. El señor Maximiliano Cedros se había bebido otras dos botellas más de vino tinto.
Las sombras comenzaron a abandonar el lugar, poco a poco la pista de baile se fue quedando sola. Sólo faltaban cinco sombras por irse, había dos parejas en la pista y una Sombra estaba en la esquina del jardín, justamente en la reja que daba hacia las montañas. El señor Cedros llevaba mucho rato observándola, cuidando cada uno de sus movimientos, siguiendo cada uno de los pasos que daba. El perfil de la Sombra era hermoso, esbelto, delicado, sensual, casi perfecto. El señor Maximiliano sintió una terrible ansia de acompañar a aquella figura ¿Se le podría llamar cuerpo? -pensó-
El señor Cedros le indicó al mozo que trajera la mejor botella de la cava, el mozo asintió y en menos de dos minutos, el anfitrión la tenía empuñada. Bajó de su lugar, caminó, lentamente hasta la sombra, y cuando estaba a punto de llegar ella volteó. Caminó hasta el señor Maximiliano con una copa vacía y la puso a tres centímetros de su mano. El señor Cedros sirvió, la Sombra bebió.
Pasaron un buen rato platicando, si a aquello se le podría llamar charla. El señor Maximiliano hacía preguntas y la Sombra contestaba moviendo el dedo de forma afirmativa o negativa.
El señor Cedros tenía miedo de la mañana, del alba, creía que con el primer rayo de luz compañera desapareciera, así que decidió invitarla al interior de la mansión. Estuvieron sentados un rato en la sala, al principio cada uno en un lado del sillón, poco a poco se fueron acercando. Al terminarse la botella, se encendió la pasión. Ella abrazó al señor Maximiliano, lo besó, apasionadamente.
Para el señor Maximiliano lo que sucedía era extraordinario. Correspondía a cada uno de los besos, contestaba con abrazos y caricias. Arremetía con susurros y suspiros. La Sombra tomó de la mano al señor Cedros y dejó guiarse hasta el dormitorio.
Entraron, Maximiliano prendió la luz, de esta manera su compañera no se disolvería. Se dirigieron directamente hacia la cama, la Sombra abrazó al anfitrión, ambos cayeron, él encima de ella. Se besaron, abrazaron, desearon, amaron. La ropa del señor Cedros voló, la Sombra sujeto su largo cabello. Las manos del hombre pasaron varias veces sintiendo el suave cuerpo de la Sombra. Las yemas de los dedos sintieron la delicada textura de la cara de su compañera, los dedos del anfitrión recorrieron su nariz respingada, su barba partida, su hermoso mentón. La amante del señor Cedros le besó todo el cuello, la espalda, las piernas y los labios. Se acostaron, la Sombra le hizo el amor como ninguna mujer se lo había hecho, a ratos era tierna, a ratos explosiva, en momentos su cuerpo se convertía en fuego puro. Era lógico (el señor Cedros nunca había hecho el amor con una sombra)
Sombra comenzó a sudar, con ello su cuerpo cobraba una agilidad increíble, una flexibilidad asombrosa. La amante del anfitrión lo montó, subía y bajaba con gran velocidad, con fuerza y pasión. Lentamente el sudor comenzó a salpicar el cuerpo de Maximiliano, quien poco a poco comenzaba a sofocarse. Aquello era algo increíble para el señor Cedros pues había, en su ser, una combinación de asombro, de lujuria, pero también de ahogo y asfixia. La Sombra resultó insaciable, el caballero no cedía ante la pasión de la amante. Maximiliano trataba de imaginar el rostro de su amante, trataba de adivinar el color de sus gestos. La Sombra había tenido, ya, varios orgasmos. La humedad de su cuerpo, los gemidos, las uñas enterradas en la espalda del señor Cedros, las pupilas dilatadas (no vistas) le decían al amante que su camino había sido exitoso.
La mujer se dejó amar lo suficiente por algunos minutos, ahora era su turno: montó de nuevo al señor Cedros, le hacía el amor de una manera inexplicable. Maximiliano comenzó a sentir que el aire le faltaba, cada penetración lo asfixiaba. La sombra mandaba, no concedía tregua alguna. Maximiliano comenzó a palidecer. Sus fuerzas se empezaron a agotar. El aire en sus pulmones era cada vez más pobre. Contra todos esos sentimientos, había uno mayor: el deseo. Maximiliano luchaba contra el ahogo.
La mañana comenzó a asomarse por la ventana, los rayos del sol invadieron el cuarto del señor Cedros, pero aun hubo tiempo para un último orgasmo de la Sombra, quien con la luz que penetraba las persianas desaparecía, dejando tendido, completamente asfixiado al señor Maximiliano Cedros.
* Derechos de autor del autor. Publicado en Ficticia con permiso del autor, el: 07/Jul/05
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