Salón de té Volvoreta

Juan Manuel Pizarro

El salón de té Volvoreta abre hoy sus puertas a lo más selecto del pueblo. El matrimonio Testoy, los propietarios, han querido crear un ambiente original, nunca visto por estos lugares. Claro que otro de los fines ha sido el económico; esperan que las teteras hiervan como máquinas de vapor y que la caja registradora no deje de emitir ese metálico y atrayente "cli-clinc".

Y lo han conseguido. El saloncito ha quedado bastante acogedor gracias al empeño de Doña Gaviotela. Y por supuesto original. Su forma es ovalada, lo que ha inducido a alguno de sus primeros clientes a compararlo con la forma de un ojo. Otros, más realistas, apuestan por otro símbolo: un velero. "¿No os dais cuenta de que el único símbolo posible es el de la diana?" se atreve a sugerir otro. Los humores se encienden en el salón de té Volvoreta.

El color predominante es el amarillo. Seis ventanas, tres a cada lado, comunican con un exterior todo árboles y pájaros. En los dos extremos de la sala, dos grandes lienzos evocan idílicas escenas de caza. Y aún hay más, la señora Gaviotela estuvo acertadísima con la disposición de las mesas y sillas. Seis de ellas forman un amplio círculo, dentro del cual, colocadas en los huecos más anchos, algunas estatuas incitan a poner la mano en el mármol. Y luego otro círculo de mesas dentro de éste, en torno a una columna central que, supuestamente, simula el tronco de un gran árbol.

Hoy es viernes, y hace una tarde espléndida. Son las cinco menos cuarto, y el aforo sólo está a la mitad. Por desgracia, el señor Corveo y la señora Gaviotela han tenido que salir urgentemente. Sin embargo, todo transcurre con normalidad provinciana aunque refinada. El murmullo de las conversaciones es el vuelo de un insecto adormilado. Unas veces el tono se incrementa y otras decae hasta casi extinguirse, pero renace de nuevo y sigue revoloteando alrededor del árbol, digo de la columna.

Lentamente, la sala se va llenando. Las cucharillas tintinean y los modales para la ocasión brotan de los labios entreabiertos. Los camareros sudan al ritmo de las teteras. Son las cinco en punto. ¿Entendéis?. Abrid vuestras mentes al viento del véspero. Los pechos palpitan y las alas se mantienen plegadas en la espalda.

Veamos. Os voy a presentar a algunos de los clientes. En primer lugar tenéis el placer de conocer a los señores Poseodoro y Oroastro. Luego, dos mesas más allá, cuidado con las ventanas o caeríais al jardín, las señoritas Nubolia y Versístela. Para ellas, como ya sabe todo el mundo, el arte es el mejor camino para crecer empapadas de virtud. Seguid, seguid conmigo. No podían faltar, pero qué pícaras que son, ante ustedes las señoritas Monotina y Musina. Universitarias. "¡Hombre, señor Ardelio!, veo que se encuentra recuperado de su enfermedad". Ardelio es sastre y no vive sus mejores días. "¡Cuánto tiempo!" "Efectivamente", contestan al unísono los señores Capazdeto, Ricadero y Dequicio. "Aquí nos tiene hablando de nuestros asuntillos". "Adiós, que les vaya bien". "¡Pero señora Aracnia!, tan apartada usted de los demás". Viudedad. Pero ya basta, sentémonos y disfrutemos de esta plácida tarde.

Son las cinco y cuarto. Por las ventanas entra una luz anaranjada que aletea alrededor de los mármoles y los lienzos. El humo de los cigarrillos asciende al techo como fogatas soñadas. El té hierve y las lenguas se quejan cuando toman el primer sorbo.

Oroastro y Poseodoro analizan los debes y haberes del matrimonio. Se relamen los dedos al pensar en el tiempo de soltería que aún les queda por saborear.

-Hasta la hora de la cena, amigo Poseodoro -afirma Oroastro. Y ambos se arrojan al futuro por el camino del deseo, ligeros de ropa, desencadenados de reloj y agenda.

El señor Ardelio mantiene la mirada fija en el entrecruzado ramaje del exterior. La tarde está llegando a su apogeo. Los manteles en las mesas se derriten de placer. Mientras tanto, la señora Aracnia, encerrada en un estrecho vestido negro, expulsa de su boca una lechosa bocanada de humo. "Me rechazan, está claro, pero una es lo bastante fuerte y orgullosa para no ceder. Qué sabrán ellos del desprecio. Pronto vendrán a mí, como siempre ha sucedido."

El té es la bebida de los espíritus aventajados. Desde la antigüedad hasta nuestros días, millones y millones de litros de té. ¡Cuánta mente equilibrada! Sabia infusión que inventaron nuestros antepasados los elefantes.

Pero el té de hoy es una máscara más. Broma macabra. Alguien cogió del jardín ramitos de mala hierba y la destiló con agua del Ganges. No, hombre, no, es una broma. El té de hoy ha sido el de todos los días, sólo que el paladar de los clientes no ha metabolizado de forma adecuada esa esencia divina, tan atareados estaban en juntar leña para echarla al fuego.

Como ya dije, la conversación, esta tarde, se asemeja a un insecto que vuela de mesa en mesa alrededor del árbol, digo de la columna. Pero lo que no dije es que este insecto, hijo de la primavera, a la par que vuela esparce un hilo casi transparente que une todas las conversaciones. De esta forma, toda la clientela queda atrapada sin remedio en la gran telaraña de la nueva estación. Ultima escena. Acto final.

Un olor desagradable y áspero se apodera de golpe del ambiente. "Algo se está quemando, que alguien mire en la cocina". El calor se extiende por momentos; se desaflojan las corbatas. "Mira, mira el techo como se está poniendo de negro". Comienzan los pájaros a abandonar sus nidos en las altas ramas. La rapiña huye despavorida hacia los claros del bosque. El bosque se quema. La primavera altera el rumbo de los acontecimientos. Lenguas de fuego recorren los atléticos cuerpos de Grecia. Señoras, señores, señoritas y señoritos aletean torpemente de un lado para otro. "Que alguien nos ayude", gritan las bocas. La primavera ha traicionado al salón de té Volvoreta.

Sin embargo, y a pesar del miedo que paraliza los cuerpos, la señora Aracnia consigue arrastrarse por la telaraña, y entre humo y cenizas, llega a la rama donde está colgado el extintor. La lluvia necesitada. En unos minutos queda extinguido el fuego. Los pájaros y la rapiña regresan de los límites del bosque.

Pasado ya el susto y recobrada la tranquilidad, todos se disponen a evaluar las pérdidas. Qué disgusto se van a llevar el señor Corveo y la señora Gaviotela cuando se enteren. Se alaba, por supuesto, la actuación de la señora Aracnia; gracias a ella la hora del té no ha acabado en tragedia. Es entonces cuando descubren, oculto debajo de una mesa, el cuerpo sin vida del señor Ardelio. Alguien, sin duda un imprudente e infame que no quiso dar la cara, dijo: "Es ley de vida".


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* Derechos de autor del autor. Publicado en Ficticia con permiso del autor, el: 06/Oct/01