San Antonio Gris Cadáver

Pepe Malasombra

Sucedió el 30 de abril, fecha en la que en Aguascalientes -y en otros lugares- se celebra el Día del Niño. Pues bien, esa mañana Luis contemplaba raros y hermosos fulgores en su San Antonio de yeso. Hace un par de años, cuando Luis tenía siete, se lo ganó en la feria con tres tiros de dardo que reventaron tres globos, verde, blanco y rojo, como la bandera. Desde entonces aquel santo de metro veinte de altura, gris cual cadáver, se convirtió en su guardián, confesor, caja fuerte de ánimos y desánimos. Y Luis sabía que, tarde o temprano, aquella estatua le cumpliría algún milagro.

Esa mañana Luis no había recibido regalos. Sin embargo, por el aura que emanaba el San Antonio no perdía la esperanza. Era cuestión de esperar, que la abuela despertara y le diera alguna sorpresa. O bien, que su madre, a la que no veía desde hace una semana, lo visitará y por qué no, juntos, fueran a la Feria de San Marcos a comer, a subirse a la rueda de la fortuna, a visitar el carromato de los animales fantásticos, donde un señor muy elegante, de levita y sombrero de copa, exhibía carneros de dos cabezas, patos con cuatro alas y a un ser monstruoso, mitad hombre, mitad cocodrilo.

Pero pasaban las horas y nada, ni la abuela despertaba ni su madre, la pobre, con lo tanto que trabaja de noche, aparecía. En eso sonó el timbre de la casa. Luis se volvió a la estatua en busca de alguna respuesta, y el San Antonio, con un guiño, le dijo que abriera. Luis entonces se metió al baño para peinarse a toda prisa, se arregló el nudo de su pequeña corbata, la de las ocasiones especiales, y salió por su regalo. En la calle, no obstante, únicamente lo esperaba Germán.

Luis observó al amigo de su madre. Sombrero vaquero, ojos de desvelo manchados de rojo, barba a medio crecer, cadenas de oro al cuello, en las muñecas, camisa abierta, pantalón de mezclilla y botas.

Las palabras golpearon a Luis con mal aliento.

Luis entró de nuevo a la casa para pedir permiso a la abuela, quien, entre una nube de pesadillas, concedió con un ronquido. Luego se fue a despedir del San Antonio que, sonriente, sereno, fraternal, le dio confianza. Al fin y al cabo Germán lo llevaría con su madre a la Feria de San Marcos, qué más se podía pedir.

Sin embargo, cuando llegaron a la Majada, un restaurante de carnes en la Expoplaza, a Luis no le gustó encontrar a su madre, Linda, con un grupo de amigas y amigos. Todos bebían cerveza, tequila, algunas cantaban con el mariachi eso de "la vida no vale nada", aunque aquello pareciera pura diversión...

Luis, siempre de la mano sudorosa de Germán, pensó entonces en su San Antonio y antes de llegar a la mesa observó que su madre era el centro de la fiesta, muy guapa con el cabello pintado de rubia, los párpados coloreados de azul y el vestido negro, entallado, de noche, el de las ocasiones especiales. Eso le gustó, más cuando Linda, al verlo, se levantó para abrazarlo, llenarlo de besos y presumirlo a sus amigas.

Después de comer, bueno, de que Luis comiera, ya que su madre sólo bebía, cantaba y bailaba, igual que Germán y los demás amigos, Luis le preguntó a Linda:

Tras la oferta, Luis, quien había escuchado de la fama de los toreros, de los meros meros matadores de Aguascalientes, se volvió a Germán que, aunque en esos momentos jugaba al bufón con una copa sobre la cabeza, no le pareció tan terrible. No, ya no le molestaron sus ropas de ranchero, ni sus carcajadas estridentes, ni que siempre estuviera con su madre.

Así, a las cinco de la tarde el grupo salió de La Majada rumbo a La Monumental. Todo marchaba relativamente bien. Pero en el camino, Linda, más dicharachera y alegre de costumbre, decidió contratar a una tambora para que los siguiera a la plaza, y a Luis, la música ésa nunca le había gustado, le molestaba los oídos. Ni modo, tenía que sacrificarse si deseaba estar con su madre, ir con ella a los toros.

Una vez en la plaza la fiesta seguía. Luis se sentó del lado derecho de su madre, y Germán del lado izquierdo. Toreaban dos matadores mexicanos, uno de la capital y otro de Aguascalientes, además de un español, un famoso torero español. No obstante, cuando empezaron a salir los toros, negros, cafés, blancos y con grandes cuernos, y cuando peleaban contra unos señores en grandes caballos, ello entre la rechifla del público, la sangre derramada, el calor sofocante, el delirio colectivo no le agradó a Luis, y hasta por un instante dudó de su futura profesión.

Así, luego de hora y media de espectáculo, su madre quiso ir al baño. Germán dijo que la acompañaba y Luis se quedó solo en su asiento. Pasaron cinco minutos, anunciaron el segundo toro del matador español y, de pronto, oyó que gran parte del público provocaba un escándalo.

Luis se dio vuelta y miró que su madre, contoneándose y sacando las nalgas al caminar, era el motivo. A Luis se le subió el calor a la cara, un vacío inundó su pecho y le dieron ganas de pararse y golpear con los puños a los idiotas que silbaban, que chillaban como puercos, más cuando se percató que Germán, atrás de Linda, se reía de la escena.

Cuando por fin su madre se sentó de nuevo, los gritos no cesaron. Pareciera que a nadie le importaba que el español estuviera toreando, jugándose la vida. Luis, que no sabía qué hacer, sólo atinó a cogerla por la cadera, pero Linda, borracha de cerveza, de tequila, de ganarle la atención al torero, se puso de pie para corresponder a los aplausos.

-¡Qué se encuere! ¡Qué se encuere! -Exclamó entonces un gran coro, y su madre, su mismísma madre, con ambas manos en un delicado movimiento de dedos se acomodó su atuendo por la altura del escote y dejó ver a todo el mundo los pechos, grises como el San Antonio, enormes y que rebotaron al viento para volverse a guardar entre la tela del vestido.

En ese momento, al tiempo en que el público aplaudía, alguien grito:

Luis abrazó a su madre e intentó obligarla a sentarse, pero Linda, demasiada contenta para hacerle caso, para siquiera mirar lo que sucedía en el ruedo, lo hizo a un lado y saludó a los feriantes como sólo saludan los toreros. Los gritos se incremetaron.

Mientras que los aficionados, los verdaderos aficionados a los toros, con exclamaciones de ¡ole!, ¡ole!, pretendían centrar la atención en el diestro. Germán, entonces, le arrojó una bota de vino a Linda, quien bebió del hilito rojo transformando los alaridos...

Y al llegar a quince, a Linda se le derramó el vino en el vestido. Dejó de beber y, cómo si se secara la mancha, volvió a enseñar los pechos. Ya nadie atendía la actuación del de luces, ni la policia municipal que se acercó a la madre de Luis para obligarla a salir de la plaza, ello mientras el propio Luis lloraba al creer que se la llevaban presa.

Por fin los uniformados lograron arrastrar a Linda hacia una de las puertas, y tras ellos, Luis, con los ojos húmedos, con ganas de gritar, los siguió en silencio. Afuera, Germán, quien no dejaba de sonreír, le dijo a uno de los policías algo al oído, y la mujer quedó en libertad. Germán le dio a Linda un beso en la boca y ella le dijo a Luis:

Luis no contestó.

Linda lo agarró de la mano y los tres acabaron en el puesto de globos. Germán le compró a Luis tres dardos, pero Luis no quería jugar. Linda le dijo que tirara, que lo hiciera por mamá, que la disculpara por lo que había sucedido, que se sentía fatal de que Luis, su Luisito, la viera haciendo tal espectáculo, pero que fue un trabajo de última hora pagado por el torero de la capital, el que no había cortado orejas, el que quería arruinar la actuación del español. Luis no entendió, pero arrojó los dardos. Y reventó tres globos. Verde, blanco y rojo, como la bandera. Y en esta ocasión su premio no fue un santo, sino una alcancía, un gran cerdo de cerámica pintado de negro.

A las diez de la noche, Luis estaba de regreso en casa. Linda, tras darle un beso en la mejilla, le pidió que no le comentara nada a la abuela, y Germán le dijo que cuando cumpliera doce años le enseñaría a torear, y le regaló cien pesos para que los echara en su premio. Luis se metió muy serio en la habitación de la abuela, quien, todavía acostada, le preguntó:

Luis contestó que sí. Pero las pesadillas diarias de la abuela ya no son con el San Antonio de yeso, esa estatua con la cual su nieto hablaba, sino con el gran cerdo de feria que desde ese 30 de abril, Día del Niño, custodia los sueños de Luis...


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* Derechos de autor del autor. Publicado en Ficticia con permiso del autor, el: 06/Oct/99