El último de nosotros

Sandra Huerta

Para Silvan Constanza siempre fue evidente que la vida se había equivocado con él. Sin embargo, desde muy joven comprendió que no tenía la más mínima obligación de conformarse con ello.

Aunque siempre supo que no era un vampiro, era la conciencia de ser un hombre perfectamente normal -capaz de despertar sin sobresaltos ante la primera luz del alba y de sentir aprensión ante la sangre derramada- lo que le abrumaba y entristecía. Le era imposible de apartar de su inteligencia este pensamiento, y lo que era peor, cada vez que el espejo le devolvía a ese otro Silvan Constanza, se daba cuenta de la injusticia de la que era víctima. Muchas veces le he visto llorar de impotencia al hacer el recuento de todos esos detalles que lo llevan a la conclusión de que la inmortalidad y la dicha de saberse distinto, simplemente le han sido negadas.

Comprendo su angustia. Después de todo, es el séptimo hijo de un séptimo hijo, de un conde, si no eslavo, por lo menos tirolés. Por sus venas también circula, diluida, la ambigua celebridad de dos Borgias y hasta el lejano secreto de un Bâthory; aunque la palidez y angulosidad de sus hermosas facciones sean herencia de una madre escocesa. El oscuro cabello y los ojos enormes y negros deben provenir de la línea paterna, conformada por valientes barones medio italianos y medio austriacos, nobles de fortuna incalculable y vidas tan breves como prolíficas.

Todo, incluso su apellido, parece encajar tan correctamente en la historia de un vampiro, que hace muchos años Silvan Constanza decidió que debía ser uno, aunque para ello tuviera que agotar cada alternativa.

 

Lady Catherine Constanza, su madre, siempre había estado ilusionada con el más joven de sus vástagos y le demostraba su afecto como no lo había hecho con los otros seis, quienes quizá por ser tan normales, apenas despertaron su curiosidad, sin embargo, nunca cejó en su empeño porque Silvan, se resignara y viviera feliz. Recuerdo que poco antes de morir, la vieja condesa le consiguió a su benjamín un conveniente acuerdo matrimonial con una rica y encantadora heredera.

Probablemente Lady Catherine se haya ido a la tumba con la esperanza de que su hijo se asentara con el matrimonio, pero después de un tiempo, la novia se dio cuenta de que no estaría dispuesta a lidiar con un hombre que gustaba de dormir en un ataúd. Cuando la joven anunció la ruptura del compromiso, Silvan Constanza no protestó. No podía decir que estaba perdiéndose de algo mejor que la búsqueda que lo obsesionaba. Aceptó de buen grado su soledad: ya habría más mujeres dispuestas a ser mordidas. Además, para entonces, creía percibir a su naturaleza reclamándolo por completo con una fuerza mucho más allá de su control.

 

Empezó a dormir de día; programó su cuerpo con tanta disciplina, que logró acostumbrarlo a sueños diurnos de doce horas ininterrumpidas. Cambió su vestuario, que de usual era siempre oscuro, por el negro absoluto de anacrónicos trajes de estilo victoriano, hechos exclusivamente para él. Trató inútilmente de rodearse de gente conocedora, y de buena gana hubiera patrocinado a Nerval y a Gautier si no hubiesen muerto dos generaciones antes. Stoker, por su parte, había fallecido cuando Silvan era aún adolescente, y al mediar la década de los treinta, no había en Londres muchos expertos disponibles en los que se pudiera confiar. Aleister Crowley fue, de hecho, una gran decepción que le costó a Constanza, una pequeña fortuna.

A pesar de la guerra y de la opinión de sus hermanos, comenzó a viajar atraído por rumores sobre cada científico, mentalista o hechicero que pareciera capaz de ayudarlo en su gesta. No estaba dispuesto a dejar sus afanes a pesar de que constantemente se veía decepcionado, solitario e incomprendido, en un país al que nunca habría viajado en otra circunstancia. Y siempre volvía a Londres, a esperar de sus emisarios nuevas noticias que lo sacaran otra vez de su ataúd.

 

Londres fue bombardeada, pero lo único que Constanza pudo pensar, era que por fin tenía un magnífico pretexto para marcharse al aislado castillo condal de donde su padre había salido para establecerse en Inglaterra. Después de mandar cortar los setos de rosas y de deshacerse de todo ajo y cebolla en cincuenta millas a la redonda, continuó esforzándose por gustar de la sangre de toro, que se obligaba a beber cocinada con especias, antes de proceder a dar el siguiente paso, cualquiera que este fuera.

Pronto se dio cuenta de que estaba perdiendo el tiempo y decidió hacer un pacto con el diablo. Dos años de rituales barrocos y completamente inútiles le convencieron de que no era tan fácil persuadir a Satán de interesarse por su alma, la que después de todo, era ya un bien bastante depreciado. Por fin supo que tendría que recurrir a la única posibilidad que no había probado. El tiempo se agotaba: si quería ser un vampiro, tendría que dejarse morder por uno.

Sus enviados continuaron su labor, revisando cada rincón del mundo, ahora como nunca en busca de un vampiro auténtico. De nuevo las decepciones fueron muchas, pero Silvan Constanza había madurado la virtud de la paciencia. Una década completa transcurrió, como pasan diez días o diez siglos para quien tiene la seguridad de que sus esfuerzos serán recompensados.

La guerra terminó y los confines cambiaron de sitio; los seis hermanos Constanza dejaron de molestarlo y comenzaron a morir, fieles a la tradición ancestral de su apellido. Silvan, por su parte, aceptó el título de conde y empezó a dejar de ser joven.

 

Es en este punto donde nuestros destinos se encuentran: yo soy un auténtico vampiro, el último de nosotros. Hace varios años que los rumores de su búsqueda llegaron a mis oídos, y durante mucho tiempo he vigilado secretamente los afanes de este hombre, su evolución y sus continuos fracasos. Al principio, fue la curiosidad lo que me atrajo a él, pero hoy le admiro y me conduelo de su mala suerte: en casi trescientos años no conocí voluntad semejante a la de este mortal.

Esta noche, cansado como estoy, lo miro desde la ventana: se pasea pensativo frente a su enorme chimenea. No se sorprende al verme entrar por el balcón: me espera, pero su expresión es de cansancio cuando se da cuenta de que soy un viejo encorvado y polvoriento bajo el remendado abrigo de lana.

Le explico quién soy, y le miento acerca de la manera como he llegado a él: sus emisarios jamás habrían podido dar conmigo. Le cuento acerca de mi admiración, de los largos años en los que he sobrevolado su vida. Luego, le digo que mi existencia ha sido triste cuando no desesperada y que al igual que cada uno de mis desaparecidos congéneres, jamás deseé ser un vampiro. Le relato las miserias y los conflictos morales que a pesar de la maldad innata, por lo menos una vez en nuestras largas vidas nos asaltan con violencia; acerca de lo erróneo de las leyendas sobre los ajos, las cruces, la luz del día, y la idea popular de que sólo morimos bajo el sol o una estaca, pues en la última generación de vampiros, la mía, fue muy común perecer en alguna guerra. Le refiero que los últimos rastros de nuestra estirpe ya se hallan diluidos en la sangre de mortales, con quienes cada vampiro sueña procrear una familia normal y plenamente consciente de que morirá llegado su momento.

Silvan Constanza suspira y sonríe. Me dice que eso no importa, que le mire bien y que me convenza de que él nació marcado para ese destino. Dice que debo morderlo, para que nuestras sangres se mezclen convirtiéndolo por fin en un vampiro. La perspectiva del dolor no parece importunarlo, pues cree que su espera está por terminar. Yo me excuso: soy viejo y hace mucho que he perdido mis colmillos retráctiles; ambos sabemos que sin mordida la conversión será imposible. Le juro que si en mis manos estuviera, hace mucho que lo hubiese complacido, pero es hasta hoy que la ansiedad instintiva por volver a probar la sangre humana me ha orillado a este atrevimiento. No creo necesario explicarle que ni la carencia de colmillos, ni el honorable entendimiento que se ha establecido entre nosotros, impedirán que su noble sangre nutra por fin la triste existencia de este último vampiro. Con una disculpa, extraigo de entre mi ropa la navaja de barbero que siempre llevo conmigo, y camino hacia él, muy lentamente.


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* Derechos de autor del autor. Publicado en Ficticia con permiso del autor, el: 11/Ene/03