La Sonrisa de Folial

Al maestro Ghelderode.
Pulido para gustar a Enrique, Gigi y Pepi.

Hay seres
que nacen sin piel,
viven en la nada
y se alimentan de sueños.

Sergio Verduzco

En la cama del hospital yace don Chema, el actor demente.

El ayer se veía mejor que el hoy en sus facciones. Era como si el mañana acortase sus instantes para él, como si el tiempo viviese al enfermo con una totalidad imperceptible para los demás.

En aquellos ojos se abría un hueco, cual rendija a la nada... Él miraba atrás y oculto, dentro. Sus objetivos estaban sensiblemente más allá de lo real, sin centro.

Permanecía tumbado en la cama, en total dejadez de su persona, apuntando con la mirada al techo, indefinidamente infinito.

El hospital se antojaba sumergido en una pausa del tiempo. Como si las fuentes de la vida estuviesen en suspenso. Fuera, la noche apacible se encaramaba en las paredes, lamiéndolas con sus tentáculos de sombras y susurrando una oda al silencio. En el interior los médicos realizaban su rutina eficaz. Era como un hormiguero a tiempo, gobernado por un corazón activo.

Apenas transcurrían unos minutos del paso de la enfermera por su cuarto. La atención de quienes trabajaban en el piso del paciente buscaba la puerta de la habitación del ilustre enfermo.

Algunas enfermeras, incapaces de resistirse a la tentación de verlo, inventaban motivos para ir por ahí y mirar a través de la ventanilla.

Dos galenos asoman por el vidrio, comentando:

-Hace ya tres meses que lo trajeron. Es difícil creer que sea el mismo que nos sorprendiera actuando. Lo trajeron con delirios. Perdió el juicio durante su última función. Llegó despertando gran curiosidad. Todo mundo fingía pretextos para pasar a mirarlo. Anoche sufrió una crisis comentada por todos.

-Por eso vine a conocerlo. Me dijeron que había dicho: "Estoy mirándome en todos los que soy atrás." El galeno miraba al enfermo con sonrisa atenta.

-Es extraño- dijo el otro médico, -cuando lo trajeron estaba en shock, perdido. Ya no vivía en nuestro plano. Esa mirada suya, que durante sus representaciones nos pareciera estremecedora, vaga, extraviada. Da la sensación, por las alucinaciones que sufre, que su espíritu estuviera pasmado entre mil argumentos, en los que vaga diluyéndose en sucesivos personajes. Es maravilloso cómo viene actuando, en roles progresivos durante estos meses. Creo que con sus crisis habitaron su mente todos esos personajes que representó en el escenario ¡para deleite de cuantos tuvimos la suerte de ser los espectadores!

En ese momento el enfermo lanzó su mirada alerta al techo, ventana a otra vida o gran cinescopio, que exhibía, simultáneos, los roles de todas sus existencias. ¡El gran actor aguardaba el momento de abordar una escena definitiva! ¡Su escena de destino!

-En la crisis de ayer se agitó más que de costumbre, comentó uno de los médicos. -Lo poseía una especie de alegría salvaje. Decía que, al final, retornaba al principio..., que todo se acomodaba para la escena de su último encuentro. Al decir esto su alma de artista irradiaba, con nitidez desbordante, un gozo interior que a todos nos afectaba. Quienes lo atendíamos nos sentimos incómodos. No acertamos rechazar el contagio cosquilleante de su placer, proyectaba un gozo que resurgía en nosotros, pegajoso como miel. Lo auténtico de sus impulsos nos llenó de alegría. Las enfermeras reían, seducidas por el extraño encanto de Don Chema, que desbordaba incontroladas risas.

El enfermo, ajeno a la charla de los médicos, seguía con la mirada clavada en el techo, alerta ante el momento de su entrada a escena.

-También yo caí prisionero del juego. Controlándome, me acerqué al enfermo, buscando con alarma detener aquello. Las enfermeras lloraban de risa, cual irresponsables mocosas, reían y algunas palmoteaban de entusiasmo. Tomé firme al paciente de un brazo y le dije: -Don José... Don José, reaccione, contrólese. No se pierda.

-Él, apartándose un instante de su regocijo desbordado, miró hacia mí, concentrándose. Me interrogó desde el fondo de sus ojos y, hecho una mueca, musitó:

-¿Quién eres?

Me sentí absurdo. Perdí la visión de mi papel profesional ante aquella mirada. Y no supe responder. No acudían a mi cerebro más palabras que mi nombre. Y no acertaba a comprender qué significado podría tener para el enfermo. A quien, por primera vez desde que llegara, lo sentía conmigo, mirándome. Coordinando mi cerebro respondí: -Soy el médico que le atiende.

-¿A mí?-, me interrogó extrañado el actor. -¿Y quién soy yo?

Aprovechando la pregunta quise saber qué personaje pasaba por su mente y le exigí una respuesta a su duda, inquiriéndole a mi vez con su misma interrogante: -¿Usted? ¿Quién es usted? ¡Dígame! Me miró extrañado de que yo no supiera quién era y, mientras se dibujaba una demacrada sonrisa en el semblante, respondió:

-¿Quién soy yo? ¡Y quien más podría ser yo que el payaso real? Soy Folial, el bufón real, ¡naturalmente!

-Al decir esto iluminó su rostro con una mueca, tan cómica, que desde el fondo de mi corazón emergió una carcajada alegre, para extenderse por mi cuerpo con gozo delirante y un escalofrío. Al sonido de mi risa el actor reflexionó y, como si hubiera decidido algo, con una gran firmeza nos demandó a todos silencio, indignado, para luego exigirnos abandonar su aposento, con un gesto que no admitía réplicas. Todos, sorprendidos y casi avergonzados ante su figura formidable, obedecimos cual tiernas criaturas.

Cuando todos salieron él se tumbó en la cama, dejando huir nuevamente su mirada hacia sus planos personales, tras la nada.

Interrumpe la conversación una enfermera, quien trae la cena del enfermo en una charola junto con un periódico, que mostró al más experto de los galenos.

-Aquí está el diario que me encargó, doctor. Tenía razón, sí lo publicaron...

El aludido extendió el ejemplar, buscó y leyó con avidez el siguiente artículo:

"¿Qué es de José María Trueva? Tres meses hace ya que el primer valor de nuestra escena sufriera su crisis nerviosa. Representaba el papel de Folial en esa obra con la que tantos éxitos alcanzara esta última temporada teatral. Seguramente los que gustan del teatro recuerdan en su última obra a José María. Representaba el papel de un bufón, Folial, amante de una reina frustrada, en una corte cruel e irreal, gobernada por un monarca loco de impotencia y enfermo de celos.

"Todos recordamos aquella noche en la que José María perdió el sentido durante la escena culminante del drama. Se hundió en una pausa, un silencio espectante. Sus compañeros no acertaron volverlo. Recuerdo al gran Chema de aquella última función perdida en pausa. El desconcierto invadió la sala entre comentarios y sorpresa. La función fue interrumpida. Recuerdo a José María llevado al hospital psiquiátrico.

"Estuve ahí, en contacto con su locura, escuchando para entenderlo. Lo único que puedo decir es que José Maria vive con fe su locura; cree en cuanto sueña tanto como cuando dio alma a sus personajes: con total vivencia. Dicen quienes lo atienden que nuestro José María cambia regularmente de nombre. Vive personalidades diversas a las que se entrega de mente a acciones imaginarias. Cuando agota uno de sus personajes cae en crisis. Tras éstas viene un cambio en el campo ideal de su ser. Por su vida mental es otro. Yo me pregunto, ¿cuál de todos esos personajes es el actor?

"¿Dónde quedó él y dónde su personalidad? ¿Quién es dentro de los personajes que ahora lo poseen?"

La enfermera llega al lecho del paciente. Le dice: -Señor Folial. Señor Folial, don Chemita, soy Cuca. Le traigo su cena.

-Cené dolor en el lecho mortuorio de mi reina-, le respondió una voz ronca, cansada, harta de su amargura.

-No sea así, Don Chemita, ya ve que se le quiere. Tómese este atolito. No me salga con que se me va a morir por no comer.

El enfermo estira sus pupilas y la ve como mira un loco a quien inventa una máxima acertada.

Él sabe aquella mujer hace todo por su bien. Y que lo trata de ayudar. Pero ya no cabe en él aquella realidad, aquella estéril fantasía del consumo de lo real como libertad.

Además, bien sabía él, Folial, que la obra estaba representándose mientras esperaba por él, para la escena de su último encuentro con el rey.

-Cené la agonía de vivir la muerte de mi reina-, gruñó molesto. Y borró sabiamente a las enfermeras para recluirse en su interno. Ahí tornó al gran salón del trono, en donde el rey aguardaba...

Toda la enfermedad de la reina y ahora, con la gravedad, su majestad imperial se mostraba inestable, retraído, desatento a sus farsas y muecas. Pareciera odiarlo.

Exigió su presencia urgentemente. Folial presentía lo peor. Rodríguez, quien por desgracia conociera de sus relaciones con la reina, lame ahora el plato del favorito del monarca, bajo la mirada complacida de éste. Desde que Rodríguez intima tanto, el rey olvido la sonrisa malévola tras una mueca de dolor. Ya es imposible arrancarle una sonrisa. Aún hilvanando ocurrencias con estupideces nada le divierte. Ni tornando la vida en tropezón, espectáculo o pirueta lograba entretenerlo. ¡El rey no ríe! ¡Algo muy serio está ocurriendo!

Ya estaba frente a la puerta del salón. Dentro dormía pesadamente un silencio que le abrazó el corazón. No había luz. Bien sabía lo que esto significaba en el ánimo del monarca. Tomó el picaporte, giró y fue dentro.

Una sensación malvada, que le había estado aguardando, lo invadió en silencio.

-¿Señor?

-¡Entra, amigo mío, queridísimo gusano!-, silbó desde su garganta el rey, lento, en un oscuro rincón del trono.

-¡Ay, mi señor!... Me pesa veros tierno y alegre el día de la muerte. Aunque temo no estar de humor para entretener reyezuelos. Mi humor es pésimo esta noche. Créame vuestra demencia, mi único consuelo sería divertir a un rey de vivos y no de muertos, esclavos de la locura. No crea sire, la muerte es, después de todo, la última sonrisa con que entregamos la vida. Puede ser algo bello, como la libertad de nosotros mismo... La muerte es sonrisa del mal sobre la vida.

-¿La muerte?... ¡Ah! Qué inspirado vienes. ¡Bravo! Así que, ¿qué es pues tu muerte, amado Folial?

El monarca clava la mirada en el cerebro de Folial.

-Es la última sonrisa de su vida, monseñor.

-¡Bien, bien, bravo!, ¡hurra!, sí, sí, sí.... Porque ahora tú vas a hacer que yo ría, vas a convertirme en carcajada, en catarata de alegría, hijo mío. ¡Qué bello es ser malo! ¡Como amo la venganza! Porque al fin vas a liquidar mi agonía. Hazme reír ahora tú a mí. Libérame de mis dolores Folial.

-¿Por última vez, señor?

-Como siempre tienes razón, caro. Aunque esta vez, oficialmente, al auténtico bufón de la corte le toca ser el rey; ¡al fin...! Yo aquí termino de ejecutar mi dolor; ¡gozando el espectáculo de tu última sonrisa, mono erótico! ¿Conoces a Rodríguez?

-¿Os referís al falsario y merodeador de fortunas que últimamente tanto os divierte?

-Me refiero al delator del juego conocido. Hablo del interés que desenmascaró las sonrisas de la noche, de la corte; precipitando mi ridículo en estéril denuncia. ¡Y venir hacerlo ahora, ante a la muerte de quien tanto amo en su pecado?

¿Vos... luego, ¿conocíais?

-¡Siempre!, ¡desde el primer aliento que no tuve!, padeciendo el filo de cada detalle, destrozándome. Ahora la reina ha muerto, querido. ¿Ves qué fácil? Para ella fue siempre así: "fácil". Mi oficio en cambio es arduo, lento, corrosivo. Morí entre secretos y sonrisas, reventado de tragar murmullos. Soporté las sonrisas de la corte como verduguillos. ¡Mira! Se me ocurre que hasta en esto me vas a sacar ventaja tu a mi: tu muerte va a ser algo simple y rápido. Será aún más rápida que la de ella. ¡Suertudo! También tú partirás sin llagas, sin padecer la hoguera de murmuraciones. Te largas sin gustar el amargo brebaje que me corroe, deformándome con arrugas ¡hasta transformarme en fea máscara!

El soberano, dueño total del destino, respira intensamente antes de dictar sentencia.

-Así que... ¡bravo! El bufón de las murmuraciones ordena la muerte del aprendiz, o bufón oficial, de esta hiena erótica que fabricó mi ridículo... Al fin respiro ya un aire que me pertenece. Tu dolor me da el aliento para reír. Me urge dejes de existir hoy mismo, porque hoy decidí asesinar mi ridículo; a esa fiebre cruel que devoró mi humor. ¡Ay!, cómo gozaré al ver extinguirse la llama vital de tu cruel egoísmo. Tú, víbora erótica, ¡acércate! Arrástrate a mí, ¡nauseabundo amante real!, !mi queridísimo gusano!

El rey le acaricia la cara. Y sus dedos sienten las lágrimas del condenado.

-¿Sabes una cosa, caro mío? Resultaste pésimo alumno para sufrir. Veo que te duele la ausencia de mi reina. ¿Tú qué sabes?, caro. Si sufres, ¡empiezas! Yo culminé ya todo mi dolor en la sentencia que te espera. ¿No puedes sufrir todo el dolor que cargo ahora? Cada instante de vuestra pasión impura está clavado en mi corazón de niño, ¡como agujas! Durante estos largos años fui menos que el más infeliz de mis súbditos. Vuestra voluptuosidad me obligó al papel de bufón del reino. Ahora, cuando un miserable indiscreto forza hacer luz de los murmullos, oficialmente no me resta, en mi dignidad de rey, sino darme a respetar por enterado, y castigar tu impudicia ejemplarmente. ¡Anda! ¡Aún pierdo! Mi reina te requiere ahora en su lecho mortuorio. Corre a morir, anda, ve, porque ya me corresponde a mi volver a ser el rey; ¡y no "el bufón de la corte"!

El silencio, pesado, cubrió lo tocable. Los susurros y los gritos del rey aún resonaban en el gran salón, penetrando todo con la expectación de la sentencia.

-Hasta aquí llegó mi dolor. ¡Dios! ¡La muerte también es un bálsamo para nuestras heridas...! ¡Cómo sufrí esta llaga insoportable de los celos! Ahora, simbólicamente, te ejecuto con mi dolor. ¡El rey bufón concluye sus bufonadas con tu ejecución! Y ya..., ya está dictado el futuro, cual bálsamo de olvido, caro.

El verdugo ase el cuello de Folial bajo sus garras de vértigo.

-Ahora sí, caro, deja a tu mal consumirse en risa. Saca a temblar todas tus entrañas, con las angustias que te encajan a tus deseos de vida. Y tú, verdugo, cumple tu oficio. Has de reír, Folial. Libérate del mal de vivir, ríe tu vida hasta morir. Suelta a carcajadas las cadenas de estar vivo. Y déjate ir en risas. Busca ser la carcajada y muere; ¡ya déjame vivir a mi! Tu vida me confundió, me ahogó en envidia. Y aquí, ahora, debe llegar a su fin. ¡Bendita alegría de matarte! Aprieta maldito verdugo, aprieta. Y tú ríe, ríe, ríe amado Folial. Ríe maldito.

-Doctor, doctor, el enfermo ríe frenéticamente. Su risa a todos contagia. Nos llena de gozo. Suena en todas las salas del piso. El área psiquiátrica es un circo. ¡Ja, ja, ja!, qué chistoso: "el área psiquiátrica es un circo", ¡ja , ja ja...!

Asustada y aún riendo, tomó al doctor por el brazo. Temblorosa lo jaló a las escaleras. Por ellas se precipitaron. Llegando al piso psiquiátrico corrieron al cuarto del actor enfermo, abrieron la puerta y.... la risa había cesado. Sólo el rostro del actor sonreía.

Su mirada hecha cristal se aferraba a un firmamento convertido en techo, que él imaginaba estrellas, riendo.


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* Derechos de autor del autor. Publicado en Ficticia con permiso del autor, el: 06/Ago/03