Vagones

Leo Mendoza

La historia me la contó el hombre en el tren. Lo tomó, como yo, en Mexicali y luego supe que había nacido en Michoacán y volvía a su pueblo tras pasar muchos años en los Estados Unidos.

-Regreso como me fui -me dijo-, con una mano atrás y otra adelante.

En esos días, los pasajeros no sabían cuándo partiría el tren y, menos aún, a qué horas arribaría a su destino. El boleto anunciaba la corrida para las diez de la mañana pero en algunas ocasiones la locomotora había iniciado su marcha cuando la tarde pardeaba. Viajar así era una tortura. Sobre todo para quienes no alcanzaban lugar en los vagones -pomposamente llamados de primera- y tenían que aguantarse horas y horas parados hasta que se desocupaba un asiento o, de plano, se agandallaban por un rato uno. Algunos hasta aceptaban el encargo de cuidarles el lugar a los afortunados que habían llegado temprano con tal de descansar unos minutos.

Atrás habían quedado los años dorados del ferrocarril del Pacífico, cuando su rapidez le dio el sobrenombre de "bala" porque competía en velocidad con los autobuses y sus servicios eran mucho mejores: carro comedor, pullman y bar. Pero de todo aquello ya no quedaba nada y algunos trenes se tardaban dos o tres días en llegar, penosamente, a la terminal de Guanatos. Los viajeros éramos gente ociosa, pobre, contrabandistas en pequeña escala y gente que realizaba viajes muy cortos -haga de cuenta de Mexicali a Puerto Peñasco- y sin prisa.

Al hombre lo vi en la aduana. Discutía con un vista que le quería cobrar cien dólares por sellarle una maleta con ropa nueva.

Por cierto que, como casi todos los que mirábamos la escena, me hice el disimulado; sobre todo, porque la cosa no era conmigo. Ya en la sala de espera, el hombre vino y se sentó justamente a mi lado.

Tendría como unos cincuenta años y era uno de esos flacos correosos, de piel tostada a causa de las faenas del campo en las que había estado navegando y que no era nada complicado adivinar: pizca de algodón, de chile, de tomate, de uva, de fresa, de todo aquello que le diera para ir tirando por la vida.

-Ni un quinto -me dijo-, ni uno solo se merecen esos desgraciados, perros.

Cuando le pregunté si le habían quitado algo, me respondió que nada, que, providencialmente, su cartera lo había salvado. El aduanal la vio tan vacía, tan desnuda de billetes, especialmente de los que tienen la confianza puesta en Dios y un ojo al gato y otro al garabato, lo dejaron pasar sin más ni más y le sellaron sus maletas.

-Eso no me salva. Si suben otros y comienzan a chingar no te salvas ni siquiera si eres el maquinista. Te pasan báscula. Lo que no saben es que pa’l viaje tengo mi guardadito -me confesó mientras se tocaba la cintura. Pero no’más me alcanza para llegar al pueblo.

Y sin más, uniendo los hechos a la palabra, me mostró el hueco de su billetera. Ahí no había nada. Sólo la foto de una mujer. Una de esas imágenes retocadas con rojo en las mejillas, para simular rubor, sin una sola cana en la cabellera y con un tenue resplandor azul a su alrededor.

El hombre clavó la vista en el retrato.

-Mi mamá -dijo y puso su dedo sobre la imagen de aquella mujer, una imagen de veinte años atrás, quizá de cuando su hijo había cruzado por vez primera la frontera para irse a trabajar al gabacho.

En ese momento, abrieron el acceso a los andenes y la multitud se desparramó como un hormiguero que se derrumba. Menudeaban los empujones, los codazos y aun los gritos y los insultos en la lucha por conseguir un asiento en los vagones o aun en los baños y las escalerillas si no era uno afortunado o un gandalla hecho y derecho. No estaba en ninguno de los dos casos así que cuando estaba a punto de resignarme a ser uno más de los viajeros de a pincel, de ésos que en plena madrugada se tienden en los pasillos e incluso en los cruces entre vagón y vagón, interrumpiendo el paso de los demás, cuando una mano, huesada y fuerte, me jaló hacia una de las butacas.

Después, mientras el tren se alejaba quejumbroso, el hombre me contó que se había colado por una de las ventanillas del vagón y que cuando me vio perdido y sin saber a dónde ir, se decidió a apartarme un lugar, aunque eso le costó más de una maldición entre dientes y bastantes miradas de esas que matarían si estuvieran cargadas como pistolas.

-Pos ya ves que aquí abundan los cabrones envidiosos -afirmó mientras me guiñaba el ojo.

En San Luis Río Colorado nos enteramos que la calefacción no funcionaba cuando el frío del desierto se comenzó a colar con la noche. Sacamos las chamarras y nos pusimos a contar historias para calentar los recuerdos.

Yo le conté la mía. Le dije que había ido a visitar a mi madre, quien se mudó con todo y mi padrastro a la frontera para estar cerca de mi hermana mayor, quien se encontraba embarazada de su primer hijo. Fui a pasar Nochebuena pero no aguanté mucho. En cuanto pasó la fiesta me despedí, me fui a la estación y agarré con rumbo al sur.

El viejo se llamaba Gisleno y no era un bracero común y corriente: había sido vagabundo profesional y antes de internarse en el Gabacho recorrió a pie casi todo el país.

-Tenía pata de perro y anduve de aquí para allá porque no salí bueno pa’l estudio -me confesó.

Con los gringos no le fue ni bien ni mal. Sobre todo, porque estaba acostumbrado tanto a las duras como a las maduras. Dormía donde lo sorprendía la noche y durante las temporadas, cuando el trabajo abundaba, se estacionaba por varios meses en plantaciones y empacadoras. Vivió en remolques de esos grandes y lustrosos en los que los gringos viejitos veranean y que ellos llamaban trailas o bien en la misma pensión de algún conocido. De cualquier manera, compartía la habitación a veces hasta con quince inquilinos y hasta una vez le tocó en la temporada fuerte de una empacadora rentar una cama de dos vueltas: cuando él se levantaba, su compañero de turno llegaba a acostarse. En contadas ocasiones, pero muy especialmente durante la pizca del durazno, cuando los contrataban hasta por siete meses, los dueños de las plantaciones ofrecían habitación y cocina gratis.

Trabajar en el campo le gustaba porque no le exigían tanto papeleo como en la ciudad, donde era necesario mostrar seguro social o una identificación que acreditara su residencia legal; aun así Gisleno tenía buena estrella, le caía bien a la gente, y aunque en muchas ocasiones durmió a la intemperie, en el banco de un parque o en alguna terminal de autobuses, las más de las veces conseguía trabajo ya fuera de taquero, lavaplatos o jardinero. De cuando en cuando, más lejos que cerca, enviaba algún dinerito a su casa.

Y durante todo el tiempo que anduvo de arriba abajo -cruzó dos veces los Estados Unidos, de California a Nueva York y de Nueva York a Seattle- siempre hubo una mano amiga, casi siempre la de un paisano, que lo ayudó a seguir en su peregrinaje.

En ese entonces, yo era todo muy diferente a Gisleno. Buscaba echar raíces, encontrar un lugar que fuera para mí, propio, porque a lo largo de toda mi infancia la familia anduvo de un lado para otro, desde Oaxaca hasta Nuevo Laredo y desde Coatzacoalcos hasta Mazatlán.

Aún hoy recuerdo muy bien mis primeros viajes en tren, en aquellos vagones que para mí eran como una caja de sorpresas. Una vez, mi madre, en una de esas raras ocasiones cuando nos hablaba del pasado al lado de papá, me dijo que yo había sido engendrado en una alcoba de ferrocarril dos años después de la boda, cuando la pareja viajaba rumbo a Veracruz para pasar las vacaciones de invierno. Quizá por ello es que se me quedaron tan grabados en la memoria aquellas excursiones a la capital la República o a Tehuacán para pasar unos cuantos días, durante uno de los famosos puentes y, a veces, tan sólo por un fin de semana. Íbamos en pullman porque mi papá era contador de Ferrocarriles y los boletos le salían casi regalados. Era un lujo viajar así, sabiendo que en la noche aquellos mullidos sillones se convertirían en cama y mi hermana y yo nos arroparíamos tranquilamente para pasar la noche en la litera superior a sabiendas de que mis padres estaban pendientes de nosotros, en la cama de abajo.

Cuando se divorciaron no me quedó más que seguir los pasos de mi abuela materna quien, junto con mi tío Ernesto, se había avecindado en Culiacán, alrededor de quince años atrás. En esa ciudad nos alcanzó la noticia de la muerte de padre y mi mamá encontró a su segundo marido. Cuando ellos se fueron rumbo al norte, yo decidí quedarme con el pretexto de terminar la escuela aunque la verdad no me llevaba bien con mi padrastro ni con mi hermana y, tras el fallecimiento de papá, veía en mi madre a la culpable de todo lo que nos había ocurrido, lo que, visto hoy, a la distancia, no era nada.

Como huérfano de ferrocarrilero también tenía derecho a viajar por una bicoca en el tren y desde adolescente vagaba por el país con mi pase en el bolsillo. Había recorrido una y otra vez las rutas de mi padre aun cuando estaba decidido a quedarme en Culiacán, con todo y lo feo que la ciudad era, porque finalmente ahí estaba mi casa -la de mi abuela-, mis amigos y mis recuerdos. Esta parte de mi historia no se la conté a Gisleno.

Más bien hablamos como dos caminantes, de ciudades, de vía, de estaciones, de comida. Hablamos de esos momentos que se quedaron grabados para siempre, como aquella vez cuando bajé en la terminal de Veracruz con mi mochila a la espalda; salí de la estación a todo lo que daban mis piernas y no me detuve sino hasta ver la boca del puerto y los barcos amarrados al muelle y más allá, en la lejanía, el mar que veía por vez primera.

Gisleno también se acordaba de sus muchas andanzas por México: se conocía al dedillo todos los caminos y los había recorrido cuando muchos de éstos ni siquiera se encontraban asfaltados.

Y de todas sus historias una se me quedó grabada para siempre. Es la misma que, después de tantos años, aún recuerdo. Me la contó mientras el tren se esforzaba en su traca traca rutinario, como si asfixiara a fuerza de darnos confianza y anclarnos en la seguridad de aquel monstruo de fierro.

Por la ventanilla, como en una película, pasaba la interminable aridez del desierto de Altar. Atrás se había quedado Puerto Peñasco y la tropa de gringos en busca del calor del invierno. Atardecía y a veces, allá a lo lejos, se vislumbraba el espejo de las olas del mar de Cortés, estallando en rojos y amarillos.

"¿Sabes? Yo regreso para ver a mi madre que está enferma. Porque alguna vez se lo prometí a una señora. Entonces era joven como tú y me gustaba andar de un lado a otro. No sé cómo fui a caer en un pueblito camino Chihuahua y en pleno invierno. Se llamaba Bacomi y era una línea de casas a lo largo de la vía. Nació cuando construyeron el ferrocarril y se quedó así, olvidada por todos. Estuve un mes trabajando con unos leñadores. Pero no hice nada más, nada de nada. Salíamos bien temprano al bosque para cortar madera y cuando regresábamos a la casa donde alquilaba un cuarto ni ganas tenía de ir a la cantina o de dar una vuelta. Me metía en la cama, tiritando, y ahí me quedaba hasta que llegaba la madrugada y vuelta a lo mismo. Me tocaron dos heladas y vi cómo las cañerías reventaban y las hojas de los árboles se quemaban tras haberse cristalizado y sus frutos se pudrían al descongelarse. Por supuesto que no nos bañábamos y ni ganas teníamos. Se frotaba uno un poco la cabeza con agua helada y eso era todo. Yo ya estaba aburrido y con hartas cosquillas en los pies. Así que el último domingo del mes, con mi paga en el bolsillo y sin haber visto ni una sola de las maravillas de la sierra que salen en los anuncios, me encaminé a la estación. Allá todo ocurre por la mañana y contimás la pasada del tren: llegaba a la seis de la mañana pero puntualito, no como ahora que no sabe uno si va a pasar o no. Con mi raya alcanzaba a pagar el pasaje a Los Mochis y quedarme por ahí algún tiempo. Yo todavía no sabía que de ahí me iba a ir pa’l norte. Llevaba un hambre de la fregada porque en la casa de asistencia todavía no preparaban el desayuno. Ahí estaba con mi maleta de cartón, esperando, cuando entró en la estación una viejita encorvada con un termo y una bolsa de mandado en las manos. Yo creí que también se iba de viaje, pero no era así. Sin decirme nada, la señora me acercó un vaso de atole caliente y un plato con un par de tamales. Los devoré y hasta le pedí dos más y luego le pregunté cuánto le debía. Ella me respondió que nada, que era una manda que tenía. Me sirvió un poco más del atole porque el termo bastaba y sobraba para los tres pasajeros que aguardábamos el paso del tren. Y a todos nos dio de comer y de beber la señora, quien, a sabiendas que yo no era del pueblo, poco antes de que escucháramos el pitido de la locomotora, me dijo que eso hacía cada domingo desde que uno de sus hijos se había ido de norteño. Se había ido con rumbo a Texas y desde hacía cinco años que no sabía nada de él. Por eso le había hecho una manda a la virgen de que cada fin de semana ella le llevaría un taco a los viajeros a cambio de que le devolviera sano y salvo a su muchacho. Y cada vez que veía gente así, solitaria como yo, los invitaba con más ganas porque tenía la certeza de que alguna otra madre, dondequiera que anduviera su hijo, también lo ayudaría y lo socorrería para que no pasara hambres. Cuando me subí al tren, mientras me asomaba por el vagón y veía que la buena señora se marchaba de la estación le hice y me hice la promesa de que , de que mi jefa se fuera al cielo, tenía que regresar al pueblo pa rendirle cuentas y darle un último gusto. Y precisamente por eso voy pallá. Y porque creo, sinceramente, que a la señora de Bacomi sí le devolvieron a su hijo y sus oraciones y sacrificios no fueron en vano. Si yo cumple a ella también le tuvieron que cumplir".

Terminó su historia y guardamos silencio. Oímos el pitido de la locomotora, su paso sobre los durmientes y el golpeteo del corazón de todos los que lo habíamos escuchado. Luego, nos ganó el sueño. Dormimos más mal que bien y al amanecer, mientras nos acercábamos a buena hora a Culiacán, le regalé a aquel hombre un arrugado billete de cien pesos.

Se le saltaron las lágrimas. Antes de despedirnos me dijo que, aunque no me cayera muy bien mi familia, lo mejor era que estuviera cerca de ella, porque era el único sostén que tenía. Aún ahora no tengo ni idea de cómo supo Gisleno lo que en esos día llevaba en la cabeza.

El viejo se despidió asomado en la ventanilla. Esperé a que el convoy se marchara y, sólo entonces, eché a caminar rumbo a mi casa, la de mi abuela y mi tío.

Aquel fue mi último viaje en tren porque, a poco, las convoyes de pasajeros se suspendieron para siempre. Desde entonces, para visitar a mi otra familia, voy y vuelvo de Mexicali en autobús.


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* Derechos de autor del autor. Publicado en Ficticia con permiso del autor, el: 12/Oct/02