Fernández, Marcial

Envíale e-mail

               Dice Manuel Vicent que "el placer también es una patria." Y no hay quien no encuentre tal geografía, su propio paraíso o infierno, en el oír o relatar crónicas, cuentos, novelas... Ello lo explica Esther Seligson en un par de frases que prologan un libro de E. M. Cioran: "... el tiempo es el destierro del hombre; y la Historia el vano intento de cimentar ese exilio."

               Así como la vejez es un mal que se cura con el tiempo, la vida es un bien que se reafirma con historias. Vamos a morir, ese es un hecho; somos extranjeros en un hotel de paso. Y de tal viaje, el de Aquiles que destruye Troya, el de Ulises que regresa a Itaca, el de Eneas que funda Roma, sólo quedan los sucesos que se cuentan al día siguiente.

               El único posible retorno al goce de ayer, a lo que precede a la manzana de la pérdida, es la palabra de hoy, el verbo que enciende la hoguera en donde, desde que la humanidad es humanidad, las personas se sientan en su entorno para descubrirse a sí mismas. ¿Quién es más importante? ¿El héroe de los relatos homéricos o el propio Homero que inmortaliza al héroe? Los dioses como los hombres desaparecen; su relator, la magia con la que seduce o hechiza, permanece. El transtierro del acto es la voz. Esse est percibi, diría George Berkeley.

               De esta manera, la historia de mis historias no es distinta a la de cualquier otro periodista o escritor. Está hecha de las mismas "sombras" de las que habla Platón. Aunque en mi infancia yo no leí a Julio Verne, a Salgari o los hermanos Grimm, viví al lado de una abuela gallega que no olvidaba su pasado lleno de castillos, escudos de armas y mentiras de aristocracia; con los mitos de un tío que padeció la guerra, que guardaba cual medallas dos balas en la pierna y que decía hablar con los pájaros y dormir en las copas de los árboles; con las fábulas de mi madre, llenas de aparecidos, tinajas de monedas de oro y fantasmas que arrastran el murmullo de cadenas chirriantes...

               Mi padre, asimismo, todavía conserva el recuerdo de un abuelo Marqués, personaje que invitaba a su solar a todos los mendigos del pueblo, a todos los ilustres de la región para compartir el vino y la hogaza; a mi propio abuelo, socialista de los que ya no hay, jefe de una banda de carabineros en la imposible lucha contra Franco y ya, lejos del tirano, autor de algunos libros y piezas teatrales, además de maestro de filosofía y literatura.

               Las anécdotas de familia, las que templan la imaginación, las que crean santos y demonios, son infinitas, siempre engrandecidas con la distancia, con las migajas del olvido que a la postre forman un pan más abundante. A mí me gustaban esos episodios, se los contaba a mis amigos como algo tan natural como jugar futbol o bote pateado. Sin embargo, mi primer esbozo de cuento, escrito a los doce o trece años de edad, no trató sobre alguna magia ancestral, sino que fue un relato estructurado en la más pura concepción aristotélica.

               Si para el de Estagira toda la poética o arte "es imitación", aquel mi primer "cuento" surgió de imitar otro cuento leído en una revista ya desaparecida, transcripción hecha casi punto por punto, suceso por suceso, con supuestas palabras propias cubiertas por una pésima ortografía. No obstante, a los dos días de ese boceto sí logré una minificción que ya se podría llamar de autor, Teatro Nocturno, misma que aparece en Ficticia.

               Y tal relato, su final, por algún extraño motivo, por alguna rara sensación, me inoculó un veneno parecido a la heroína que, después del impacto sanguíneo, cerebral, oceánico, asoma síntomas de paz, serenidad espiritual, micro y macrocosmos de un universo perfecto. Y como uno se vuelve dependiente de sus vicios, de sus virtudes, desde entonces cualquier historia, propia, ajena o tejida con el mismo hilo con el que Ariadna ayuda a Teseo a escapar del laberinto, se volvió necesidad suprema, señuelo de territorialidad y transformación, sustancia para un proceso alquímico.

               Después tuve muchos maestros, menciono a mis favoritos: Héctor Subirats, anarquista sabio en los malabares de la palabra; José Luis Rivas, dueño de los ritmos de la mar; Adolfo Castañon, heredero del extraño don de siempre escribir frases perfectas; Beatriz Espejo, quien me enseñó los secretos de la técnica; Francisco Conde, con su poesía doliente, lobuna, y su rigor casi alemán para analizar textos; Ignacio Trejo, sabedor que debajo de cada piedra, atrás de cada esquina, hay algo más que una nueva amistad, más que incienso y celebraciones, historias qué contar...

               Así, otro de mis maestros, éste de la Facultad de Filosofía y Letras, Huberto Batis, fue quien me publicó por primera vez un cuento, Un par de alas, ello en el suplemento Sábado de unomásuno, periódico en el que aprendí el oficio de la anécdota rápida, del reportaje sin cabos sueltos y en donde he publicado desde sitios como el bajo y alto Egipto, o bien regiones musulmanas, fundamentalistas, de prohibición absoluta para el curioso occidental; desde la campiña del sur de Francia, lugar de Coliseos Romanos y personajes operísticos; desde una España ajena a la República, sueño imposible de un puñado de héroes; desde el Ecuador del mundo, con sus Andes fríos y misteriosos o desde la Cuba de arrabal, de mojitos y revolucionarios en crisis.

               Hará cosa de diez años, junto con Rodrigo Johnson, extraordinario director de escena y ficticiano, inventamos dos personajes para que a su vez fundaran la columna taurina del periódico El Economista: Juan Sol y Pepe Malasombra. Al tiempo, sólo sobrevivió el segundo, se apoderó de mi sentir por ese ritual de milagros efímeros y hoy es el cronista de toros de unomásuno y de algunas revistas nacionales y extranjeras.

               De todo esto han surgido algunos libros, muchas charlas y un largo exilio, el que busca la propia patria en los placeres de las crónicas, de los cuentos, de las novelas, pues por algo Laçan dijo que "el amor es todo aquello que no poseemos", y escribir, nadie lo duda, es un acto amoroso.

 

 Sus cuentos en Ficticia:
  Amor brujo
Hotel/Templo del Desenfreno
  Cirugía
Hospital/Quirófano
  Diomedón, siglos después
Estadio/Atletismo
  El lugar donde las arañas hacen su nido
Estadio/Estadio de Futbol
  El volador
Zona Espacial/Arte de Volar
  Jaque al rey
Estadio/Juegos Mentales
  La cura
Hospital/Casa de la Risa
  La escuela de Elea
Botica/Atril
  La exhibición
Zona Espacial/Tecnología
  La fuga del Diablo
Cárcel/Fugitivos
  La galería secreta de Blum Snach
Metrópoli/Galería
  La herencia de Medusa
Cementerio/Casa del Horror
  La magia del sauna
Mar y Playa/Mar
  La sirena
Mar y Playa/Tesoros
  La víctima
Cárcel/Separos
  México-Zambia con tiros penales
Estadio/Estadio de Futbol
  Mefistófeles
Iglesia/Infierno
  Romance playero
Mar y Playa/Playa
  Sangre azul
Zoológico/Bípedos
  Teatro nocturno
Teatro/Escena
  Tras la huella
Hospital/Casa de la Risa
  Un contador de historias llamado Andy Watson
Botica/Parque
  Un cuento de amor
Hotel/Templo del Desenfreno

 


 MapaÍndices AntologíaComunidadParticipa
 Índice de temasÍndice por autoresEl PortalLo Nuevo

 

Publica por primera vez en Ficticia el: 06/Oct/99